Reseña a “Los paisajes de la crisis…” de Rafael Farías. Por Ashle Ozuljevic

“Un recorrido geográfico que se mueve en claves de sensibilidad no-humana atraviesa el espacio sugiriendo un trance cerebral, dando la sensación de un enorme tejido acuoso repleto de terminales nerviosas. Un ‘sueño infinito’ en el que los paisajes se agitan, cobrando movilidad y una autonomía violenta, voluminosa, arrebatadora.”

El primer terremoto registrado en Chile ocurrió en la ciudad que actualmente conocemos como Caldera, en 1420, antes de que Europa conociera y saqueara América. Entre ese y el fin del siglo XX, el conteo llega a 88 sismos superiores a los 6,6 grados Richter. A su vez, durante los 22 años transcurridos del siglo XXI, se han registrado 29 movimientos telúricos de nivel importante o grave, lo que permite establecer una proporción de 1.3 terremotos por año. 

Además de la convergencia de placas tectónicas, crisis adquiridas por nuestra ubicación geográfica, en las últimas décadas registramos un golpe de Estado, 17 años de dictadura, 32 de democracia postraumática y una serie de manifestaciones masivas reunidas bajo el nombre de Estallido social, con un saldo de 211 personas detenidas, alrededor de 8.000 víctimas de violencia de Estado y más de 400 individuxs con daño ocular a causa de perdigones disparados por la policía chilena durante los conflictos de 2019[1]. Crisis puede ser todo lo nuestro, y no tenemos escalas para medir cada una de las que nos azotan. 

 

“LAS CRISIS HAN VENIDO DE VUELTA

APARECEN Y DESAPARECEN COMO ESPECTROS GEOGRÁFICOS

Y MIGRATORIOS

SON LOS ESPEJISMOS DE UNA POLIS SUMERGIDA

HAN VENIDO CON ANTORCHAS

A POBLAR OCEÁNICO EL LABERINTO” (47)

 

El poema que cito de Rafael Farías nos sirve como imagen del viaje que realiza la voz poética; es un recorrido geográfico que se mueve en claves de sensibilidad no-humana; atraviesa el espacio sugiriendo un trance cerebral, dando la sensación de un enorme tejido acuoso repleto de terminales nerviosas. Antes de los temblores, dice el sujeto “había comenzado a temblar en mi cabeza” (11), un “sueño infinito” (13) en el que los paisajes se agitan, cobrando movilidad y una autonomía violenta, voluminosa, arrebatadora, con ecos del paisaje personificado del Anteparaíso de Zurita y sus cordilleras marchantes o un cielo agujereado que grita, o del desierto de Inri, cuyas piedras hablan y en el que las áridas rompientes chillan. 

 

Leemos en Los paisajes de la crisis o la crisis de los paisajes:

 

“Arrojado en ese sueño infinito sentí que los paisajes se venían en mi contra. El mar retrocedía mostrándome sus poblaciones exaltadas, para luego dejar caer el discurso de una inmensa ola reventando con la electricidad de su violencia.

En ese instante vi cómo las montañas de sal se desbarataban en mi cerebro, mientras alguien me decía que allá fuera volvía a estar temblando, que en las proyecciones de mi cabeza nunca había dejado de temblar.” (13)

 

Pero además, el ecosistema alberga a unas ambiguas criaturas, medusas que atraviesan el libro con sus metamorfoseados cuerpos espectrales, tentaculares, neuronales, sangrientos, oculares: “Maravillas alucinadas (…) medusas encendidas tirándome del pelo, arrancándome del cuerpo” (32). Estos seres también tienen voz, un paisaje que se abre hipersensorial y caótico, una manifestación de fauna convulsa:

 

“SOMOS LAS MEDUSAS QUE LO ENERGIZAN TODO

CON EL CANTO DE SUS TENTÁCULOS

LAS QUE VUELVEN A REVOLVER EL SEDIMENTO

LAS QUE AGITAN EL FOLLAJE ELÉCTRICO

CONTENIDO EN LAS OLAS” (41)

 

Luego, se nos asoman distintas, abriéndose en nuevas descripciones que permiten que el camino que toman los textos exploten hacia otros senderos, más situados:

 

“Avisté de pronto un campo de flores violáceas flotando en el océano. Pensé que se trataba de una marea de medusas que varaban en estas costas, pero a poco acercarme comprendí que ese derrame no eran sino ojos, cientos de ojos, descendiendo con la velocidad de los cometas hacia el fondo histórico del mar. 

 

Quise acercarme: acariciar la cápsula de su iris / mirarme en el vidrio de sus pupilas. 

Quise hacerlos respirar: encender sus órganos / apretar cada filamento estremeciendo con mis manos la médula visual.

 

Sumergido en este trance no podía darme cuenta de que un nuevo cardumen comenzaba a hervir allá abajo…” (52)

 

No es enrevesado vincular, en un país como Chile, la naturaleza con su quehacer sociopolítico, histórico. Una república en la que el himno nacional alaba a un entorno que es don y maldición. Encerrado está nuestro territorio entre cuatro formidables límites naturales, paisaje que se cae del continente, diversa geografía que ha sido utilizada para desaparecer cuerpos, tanto en lo alto de las cumbres montañosas y en sus volcanes; en la vastedad del desierto; en el belicismo del Pacífico y; en la hostilidad de sus más de 40 mil islas. De algún modo, cabe preguntarse si es el ecosistema parte de la ciudadanía de un país, si este sufre en la medida en que sus habitantes lo hacen, o si, más aún, el paisaje nativo es y determina a esa sociedad. Dicho de otro modo, qué es un país sino sus paisajes, la flora que posibilita la vida humana, el suelo ácido que la inhibe. 

 

Las medusas metamorfoseantes no son la única quimera del libro. “Mi voz era un monstruo que no me pertenecía”, dice Farías, desenredándose de algas y peces abisales, dejándose guiar por mantarrayas y aves espléndidas. 

 

“Tantos compromisos con lo real

No me permitían trazar el vuelo de esas aves 

Su pérdida por aquellas regiones imaginarias” (75)

 

En una conferencia de 1929, Mistral recalcaba: “nuestra obligación primogénita de escritores es entregar a los extraños el paisaje nativo”, un llamado al que han asistido poetas de todas las generaciones literarias chilenas, desde Carlos Pezoa Véliz, pasando por los poetas láricos, lxs actuales poetas mapuches, y al que se suma hoy la mirada de cientos de ojos agitados y submarinos de Rafael Farías

 

Ahora bien, pensándolo, qué país no es sino un imaginario colectivo, un país ficticio; qué territorio no es sino una suma de crisis. El sujeto de este libro se hace cargo, “convertido en un extraño naturalista” (42), del hábitat conosureño que incorpora desde “esos senderos desérticos” (57) hasta la “pampa austral donde sólo existen lenguas provenientes de mares correntosos (…), ciudadelas volcánicas (…)” (46). Sería necesario que de cada territorio surgiera un naturalista que observara el paisaje que habita, la fauna a la que pertenece.

 

Tengo la sensación de que un territorio situado geográficamente en el desastre es un paisaje acostumbrado a la crisis, a la amenaza. Como la flora puede acostumbrarse y desarrollar nuevas técnicas de supervivencia, las personas, en la tierra ubicada sobre el “Cinturón de fuego” del Pacífico.

 

 

[1]Según cifras de la Fiscalía chilena y del Instituto Nacional de Derechos Humanos compiladas por Amnistía Internacional.

 

 

 


 

Ashle Ozuljevic Subaique (Timaukel, Chile. 1986)

Es licenciada en Lengua y Literatura hispánica, magíster en Estudios Latinoamericanos y profesora de Yoga. Ha publicado el libro de relatos Vidas robadas (Chile, 2012); la novela experimental Anteojos de sal (Chile, 2014); el ensayo El silencio final: Representación y gesto ante la muerte en Diario de muerte, de Enrique Lihn (Argentina, 2015); y las series poéticas Tres (Chile, 2016) y Botánica (España, 2020). Durante 2021 se editará el libro de relatos Cartografía. Actualmente vive a las afueras de Barcelona, trabaja en la corrección del libro Apuntes para la reelaboración de mi inconsciente, en la escritura del libro de relatos Hipocondría y en su tesis doctoral. Recorta libros de arte, cría mamíferos y plantas. 

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