“Reflexiones para una lectura histórica de la narrativa de Manuel Rojas” Por Lorena Ubilla Espinoza

“Para Rojas el sentido de la militancia radicaba en el poder transformador de la letra. Este espacio no sólo permitía enriquecer el mundo interior y ampliar el estrecho horizonte de supervivencia material, sino también era el lugar en el que las promesas emancipadoras de la modernidad adquirían sentido.”

A principios del siglo XX el país se encontraba en un proceso de modernización capitalista que destacaba por la implementación de una organización social del trabajo (proletarización de la mano de obra) y por la emergencia de un discurso regenerativo al interior del sistema –el caso del Partido Democrático-, o radicalmente distinto y antagónico a este –el caso de socialistas y anarquistas-.

Desde esa perspectiva, la narrativa de Manuel Rojas considera tres momentos históricos, cuyo tránsito se inicia en los libros de cuentos. En Hombres del sur (1926), El delincuente (1929) y Travesía (1934) ningún personaje tiene un ideario programático ni de adscripción política, es decir, no han recorrido aún el camino de la militancia. Delincuentes urbanos y rurales se internan en el mundo del delito, muchas veces movidos por una precaria situación económica, por enfermedades familiares o, simplemente, por decisión propia. 

Destacan aquí los peones, trabajadores caminantes y con escasa especialización que recorrieron los caminos en busca de trabajo, y quienes, al decir del historiador Gabriel Salazar (2000), quedaron a medio camino entre la proletarización y el proyecto de empresarialidad campesina popular. Ya en la célebre novela Hijo de ladrón (1951) comienza a emerger la presencia –eso sí, aún no programática- de un discurso filo-anarquista y de una resistencia cada vez más consciente. El recorrido finalizará en Sombras contra el muro (1964) y La oscura vida radiante (1971) cuando las diversas militancias anarquistas entran de lleno en la escena histórica. Por tanto, de los peones de los cuentos a los libertarios de la tetralogía, hay historias de vidas personales y políticas que se corresponden con el imaginario que instala el proceso modernizador, esto es, de iniciales rebeldías a la adopción de un discurso ilustrado moderno y crítico a la imposición de la disciplina del trabajo. 

Veamos algunos ejemplos: en Hijo de Ladrón emerge una postura que cuestiona los dispositivos de disciplinamiento expresados en el encierro carcelario y en las representaciones de la policía y la justicia, destacando asimismo una serie de estrategias de resistencia cotidiana, entre ellas el vagabundaje, el ocio, el desarraigo y la construcción de una temporalidad y de formas de subsistencia alternativas a la oficial (Ubilla, 2016, 2021). Sabemos que la implementación de la producción capitalista impuso una nueva moral del trabajo tendiente a eliminar los espacios de improductividad. Por tanto, vivir desplazándose perfectamente podía implicar un rechazo a proletarizarse. Al respecto, la reflexión de Aniceto sobre los “nómades urbanos” es ilustradora: 

[sujetos que] se resisten aún, con variada fortuna, a la jornada de ocho horas, a la racionalización del trabajo y a los reglamentos de tránsito internacional, escogiendo oficios -sencillos unos, complicados o peligrosos otros- que les permiten conservar su costumbre de vagar por sobre los trescientos sesenta grados de la rosa, peregrinos seres, generalmente despreciados y no pocas veces maldecidos, a quienes el mundo, envidioso de su libertad, va cerrando poco a poco los caminos (Hijo de ladrón, 383-384).

Frente la pérdida progresiva de espacios de libertad, Aniceto antepone pequeños actos cotidianos que van tensionando un modelo erigido por y desde el poder: frente a la disciplina laboral, la alternativa es recoger piedras del mar y venderlas para vivir el día; frente al orden privado-burgués, el camino es la vida en un conventillo donde emerge la sociabilidad popular; y frente al control temporal, la alternativa es el ocio como ejercicio reflexivo: “el que no tiene tiempo no tiene nada y de nada puede gozar el apurado, el que va de prisa, el urgido […] No te apures, hombre, camina despacio y siente, y si no quieres caminar, tiéndete en el suelo y siéntate y mira y siente” (Hijo de ladrón, 571-572). 

En la novela la resistencia se vuelve activa sólo en tanto negación, más o menos consciente, a la proletarización capitalista. La opción es personal frente a lo que se considera una pérdida de la libertad, por tanto, no existe de modo claro una adscripción definida y programática al ideario anarquista. Pero en Sombras contra el muro y La oscura vida radiante sí nos encontramos ante la circulación y apropiación de un discurso que cuestiona las promesas incumplidas de la modernidad en su dimensión social (trabajo, vivienda, salud, educación) y política (democracia, emancipación, autonomía). 

Si leemos Hijo de ladrón como la continuación de la resistencia mediante la práctica del vagabundaje avalada en un discurso filo-anarquista, las dos últimas novelas de la tetralogía representan claramente la finalización de un recorrido político. El “horizonte anarquista” (Harambour, 2004) cobra vida y sentido en la experiencia letrada ácrata que relata Manuel Rojas. La presencia de personajes lectores y escritores destaca en toda la tetralogía y coincide con lo relatado por González Vera en Cuando era muchacho: “Dominaba en los anarquistas el deseo de saber, el anhelo de sobresalir en los oficios, el afán de ser personales […] Allí [en el centro social Francisco Ferrer] se discutía de precios, política, religión, industria, sindicalismo, filosofía, de todo” (129-130).

En ese marco, considero que para Rojas el sentido de la militancia radicaba en el poder transformador de la letra. Este espacio no sólo permitía enriquecer el mundo interior y ampliar el estrecho horizonte de supervivencia material, sino también era el lugar en el que las promesas emancipadoras de la modernidad adquirían sentido. Una de las primeras conversaciones que Aniceto mantiene con El Filósofo despierta en él ese pensamiento:

Tú tuviste suerte y yo también la tuve: mi padre era anarquista y también leía, ¡y qué libros! […] Lo acompañaba a las reuniones y le oía con más atención que nadie, aunque sin entenderle gran cosa. Con el tiempo llegué a leer aquellos libros, libros de ciencia todos, y otros que encontré por aquí y por allá. Total: me aficioné a leer y me atreví a pensar por mi cuenta. Hice lo que no había logrado hacer mi padre: el serrucho, manejado durante ocho o más horas diarias, y el martillo otras tantas, no son herramientas que le permitan a uno dedicarse a pensar en cosas abstractas (Hijo de ladrón, 588). 

En el pasaje se aprecia que la jornada laboral impuesta, con su rutina y organización de la producción, no permite dedicar el tiempo necesario a la experiencia letrada. Es por ello que El Filósofo decide recoger metales durante la mañana, actividad que le permite una subsistencia diaria no proletarizada. Lo mismo ocurre con Filín, personaje de Sombras contra el muro, cuya descripción le sirve a Rojas para distanciarse de sus propios compañeros anarquistas que no compartían la pasión por la letra. No es de extrañar que estos jóvenes estrecharan vínculos con estudiantes e intelectuales de la época. Los periódicos y revistas donde podían conjugar la escritura, lectura y propaganda resultaron centrales. En ellos se postulaba una modernidad radicalmente distinta a la del liberalismo oligárquico, una modernidad que debía alimentarse de la ilustración del pueblo para construir una sociedad y un hombre nuevo. En la primera década del siglo XX, el ideario anarquista sobrepasó con mucho a la clase trabajadora, y la tetralogía en su conjunto da cuenta de que entre los seguidores de La Idea había profesores, escritores, médicos, estudiantes y artesanos, reunidos en la peluquería de Gualterio Stones, en el café “Los Inmortales” y en el centro de estudios Francisco Ferrer (Grez, 2007; Craib, 2018).

Para estos personajes que Rojas describe con especial cariño, la escritura constituía una ocupación noble y una potencial alternativa a la proletarización. Dedicados a las artes, eran pobres, sin contactos y, muchas veces, sin educación formal. Habían elegido un oficio ingrato, que les reportaba escasos beneficios materiales. Los distinguía del resto no una cualidad de nacimiento, sino el haber elegido qué ser y hacer de ellos mismos. En ese sentido, estas amistades forjadas en el transcurso de las novelas van conformando el espacio en el que Aniceto abraza el anarquismo. La reflexión y discusión teórica y la participación en periódicos y folletos confirman que el ejercicio intelectual y la escritura representan para él una vía de desenvolvimiento al interior y, a la vez, al margen de la sociedad capitalista. Desde esa perspectiva, la importancia que el autor atribuye a la cultura letrada es central en cuanto configura un espacio de resistencia activa y consciente que permite, tanto tensionar el sistema, como dotar al individuo de herramientas para subvertir la condición que lo aqueja. 

 

 

 

En la literatura social encontramos un registro de indudable riqueza para acercarnos a la vida cotidiana de las clases populares. Lejos de buscar en ella la concordancia con hechos o personajes históricos, este espacio permite internarnos en el ámbito de las subjetividades y comprender ciertas estructuras de sentimiento que compartieron aquellas personas que dejaron escasas huellas en las fuentes oficiales. 

Desde la disciplina histórica, Manuel Rojas ha sido estudiado, fundamentalmente, por su conexión con el movimiento anarquista. Libros y variadas tesis han tomado sus novelas con el fin de retratar la cotidianeidad de la vivencia anarquista, la creación de espacios culturales y artísticos y las historias de vida de reconocidos militantes ácratas. Sin embargo, resulta complejo ver en su literatura un “reflejo” de la teoría y práctica libertaria, y más problemático aún, identificar lo relatado con la “realidad” histórica de los seguidores de La Idea. Los textos no pueden leerse por sí mismos, fuera de su contexto de producción y fuera de las voces que los transmiten, de ahí que resulte esencial restituir la dimensión histórica de cada producción literaria. Este ejercicio permite abrir una serie de interrogantes para leer desde un punto crítico la obra de un autor. En este sentido, quisiera finalizar compartiendo tres reflexiones que me deja la lectura del Manuel Rojas anarquista.

En primer lugar, ¿quiénes son los anarquistas representados? Claramente no se trata de la figura icónica del asalariado fabril. Son más bien artesanos, en su mayoría zapateros, pintores, peluqueros y albañiles. El trabajo que desempeñan les permite ejercer una ocupación de manera independiente y ser los únicos beneficiarios de su trabajo. El mismo Rojas en su ensayo “La creación en el trabajo” se distancia del obrero:

El obrero industrial no es un trabajador en el sentido clásico de la palabra; al contrario, es su negación. La economía capitalista terminó con el obrero, con el artesano, que no pudo conservar su independencia y fue absorbido por la industria […] Esta absorción determinó el fraccionamiento del trabajo del obrero, y al fraccionarlo mató automáticamente la parte de creación que el trabajador ponía en su labor […] Se puede decir que la creación en el trabajo no ha desaparecido, es cierto; pero no se puede decir que la creación no haya desaparecido en el trabajo del obrero (De la poesía a la revolución, 114-115).

A diferencia de la narrativa de Nicomedes Guzmán, cuyos personajes principales son obreros, militantes de un partido político y con consciencia de clase, en Manuel Rojas, el obrero como tal no existe. Y, sin embargo, es innegable la contribución de los anarquistas al movimiento obrero: ¿Dónde está, entonces, en la narrativa de Rojas esa historia?

En segundo lugar, me llama la atención el por qué escribir sobre el anarquismo de comienzos del siglo XX en la década de los sesenta y setenta, es decir, por qué volver la mirada hacia estos primeros años de formación. ¿Será porque cuando escribe ambas novelas el país vivía un momento importante de definiciones políticas al interior del mundo social-popular?; ¿Será una respuesta a la hegemonía política y cultural que por entonces habían logrado los socialistas y comunistas al interior el movimiento obrero? No es desconocido que la década del veinte es el momento en que el anarquismo chileno va perdiendo influencia, lo cual coincide con la implementación estatal de la legislación social y del sindicalismo legal, así como tampoco es una novedad recordar que muchos militantes ácratas apoyaron la candidatura y la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo. ¿Tendrá Rojas la intención de escribir con el fin de reivindicar la memoria de estos militantes, o tal vez será una forma de explicar la necesidad de posicionarse políticamente frente a los cambios a los que se estaba enfrentando el país?

En tercer lugar, resulta interesante reflexionar sobre la actualidad de las novelas. Frente a la criminalización de la protesta popular y la discusión sobre la legitimidad del uso de la violencia, ¿es posible revisar comparativamente el escenario que retrata Rojas de inicios del siglo XX con el que vivimos hoy? ¿Es casual acaso el “rescate” del Rojas anarquista en un contexto de descrédito de los partidos políticos y de atomización del movimiento obrero? ¿Qué sentido histórico y político tiene hoy volver la mirada a inicios de los años XX cuando el mundo social-popular estaba en busca de definiciones y adscripciones políticas? 

Son interrogantes que dejo abiertas para discutir los alcances del “horizonte anarquista” en el pasado siglo XX y en el incipiente siglo XXI.

 

Referencias

Craib, Raymond. Santiago subversivo 1920. Anarquistas, universitarios y la muerte de José Domingo Gómez Rojas, Santiago: Lom Ediciones, 2018.

González Vera, José Santos. Cuando era muchacho, Santiago: Editorial Universitaria, 1996.

Grez, Sergio. Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “la Idea” en Chile, 1893-1915, Santiago: Lom Ediciones, 2007.

Harambour, Alberto. “La Sociedad de Resistencia Oficios Varios y el ‘horizonte anarquista’. Santiago de Chile, 1911-1912”, en Lucía Stecher y Natalia Cisterna, América Latina y el Mundo. Exploraciones en torno a identidades, discursos y genealogías, Santiago: Ediciones Facultad Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 2004, pp. 189-203.

Rojas, Manuel. Obras escogidas, Tomos I y II, Santiago: Zig-Zag, 1974.

_____. De la poesía a la revolución, Santiago: Lom Ediciones, 2015.

Salazar, Gabriel. Labradores, peones y proletarios, Santiago: Lom Ediciones, 2000.

Ubilla, Lorena. “Palabras propias, miradas ajenas. La representación de sujetos marginales en la narrativa de Manuel Rojas. Focos de tensión y resistencias con el proceso modernizador. Chile, 1890-1910”, en Estudios Fundación Manuel Rojas, 2016. Disponible en: http://www.manuelrojas.cl/wp-content/uploads/Lorena-Ubilla-Sujetos-Marginales-en-la-Narrativa-de-Manuel-Rojas.pdf .

_____. “Fronteras legales y laborales: delincuentes urbanos, experiencias carcelarias y orden policial en Hijo de ladrón”, en Revista Chilena de Literatura 103, 2021, pp. 215-239. Disponible en: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/63990

 

 

Lorena Ubilla Espinoza

Historiadora, candidata a Dra. en Historia, Universidad de Santiago de Chile y docente de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales.

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