ENTREVISTA A ADRIÁN BERNAL SOBRE “ANTIFOLK”

“Antifolk es tanto el estilo que practica el protagonista como el título del disco de versiones que prepara, pero el término también hace referencia a la propia Barcelona. Una ciudad prácticamente fagocitada por el capitalismo de plataforma, el turismo y la especulación inmobiliaria”.

Antifolk  es el cuarto libro del poeta Adrián Bernal (Alicante, 1983), luego de publicar los poemarios Veintinueve días de abril y marzo (DisparaLaPalabra, 2012), Todas las ciudades del fuego (Difácil, 2015) y Estaciones de invierno (Libros En Su Tinta, 2016). Publicado el año 2021 por La Garúa, este libro propone una exploración sobre la ciudad contemporánea, la que es interrogada desde distintas temporalidades, tanto política, social y culturalmente. A modo de un viaje poético y musical por los infiernos de Barcelona y las tierras del blues, la voz principal de este texto asume la investidura de un Dante proveniente de los extramuros, dispuesto a recorrer la ciudad alucinado con su playlist de canciones y acompañado de las figuras más emblemáticas del mundo del blues, el rock y el folk, para observar las últimas transformaciones producidas por el tardocapitalismo, asaltado por el sueño y la imaginación de múltiples atentados poéticos. 


Nos encontramos con Adrián Bernal en La Masía, bar tradicional de Barcelona, para que nos cuente mucho más sobre su reciente libro.
 
Rafael Farías: Anti-folk está compuesto por 10 cantos los que, tanto de manera explícita como implícita, hacen referencia a los 9 círculos del Infierno de la Divina comedia, y donde el canto décimo opera como una especie de art poética cantada a modo de fraseos de un blues. Cuéntanos sobre el origen de este libro y por qué incorporar a la Divina comedia no solo en sus principales motivos, sino también como un texto donde «los demonios hablan su propio idioma».
 
Adrián Bernal: Comencé a trabajar en Anti-folk a finales de 2016, a partir de una serie de textos en los que experimentaba con el recurso del heterónimo. Quería distanciarme del registro de mi anterior libro —Estaciones de invierno, que se había publicado ese mismo año—, pero sin renunciar a los temas que considero centrales en mi poesía: la ciudad y la música. Esos textos iniciales pronto se centraron en Barcelona, donde vivo desde 2013, pero me costó más concretar los detalles del heterónimo. Descarté varias ideas que no acababan de encajar en lo que intentaba hacer. En noviembre le dieron el Nobel de Literatura a Bob Dylan, un artista que para bien o para mal ha llevado hasta sus últimas consecuencias el “yo es otro” de Rimbaud, entonces se me ocurrió que un epígono de Dylan podría funcionar bastante bien como protagonista o voz poética principal del libro. Aquí nace la idea de Anti-folk como un disco de versiones, donde cada parte (todavía no pensaba en cantos) giraría alrededor de una canción e incluiría un texto en verso y otro en prosa, funcionando este como una especie de cara B de aquél. También aquí empiezo a darle vueltas a presentar el poemario como un manuscrito encontrado, en el que los poemas en sentido estricto convivan con otra clase de escritos: apuntes, listas, artículos pseudo-académicos, textos metaliterarios, etc. 
El vínculo con la Divina comedia es posterior. En algún momento, no recuerdo exactamente cuándo, conecto los diez distritos de Barcelona con los círculos del Infierno (nueve, como bien dices, más el vestíbulo) y las primeras exploraciones de este paralelismo resultan ser sorprendentemente interesantes. Así empiezo a trabajar en la estructura del libro tratando de integrar en cada canto (ahora sí) un círculo del Infierno, un distrito de la ciudad y una canción. La Divina comedia la había leído poco y mal, en realidad, así que el primer paso fue acudir a ella para ver cómo podían encajar estos tres ejes. De hecho, hasta que no tuve más o menos definidas esas correspondencias, no inicié el proceso de escritura como tal, que básicamente consistió en recorrer las calles de Barcelona tomando fotos y notas que luego reinterpretaría literariamente. Me interesaba trasladar la geografía punitiva de Dante a la ciudad, donde reaparece vaciada de símbolos, normalizada en las lógicas económicas del capitalismo. Ahora bien, aunque Dante, como narrador, empatiza con algunos de los condenados que encuentra durante su periplo, en general, justifica plenamente el Infierno. La Divina Comedia es una obra maestra al servicio del poder —o, al menos, al servicio de lo que su autor pensaba que el poder político debía ser. En el caso de Anti-folk, cartografiar la ciudad como infierno implica en cambio señalar los lugares donde el poder es ignorado, rehuido, confrontado, puesto en duda. Esto implica hablar de los condenados, no en su nombre, pero sí en su idioma, desde la “tradición de los oprimidos” como diría Walter Benjamin, una tradición de la que sin duda el blues y la música afroamericana, en general, forma parte.

 

 

RF: Una vez que se entra a Anti-folk surge una especie de vértigo al comprender que las narraciones que se van poetizando se desarrollan simultáneamente en distintos períodos históricos. Solo por plantear un orden, podríamos mencionar: el Infierno dantesco donde el hablante es acompañado por Jeff Buckley (“Virgilio sin patria”); luego, 1871 donde Arthur Rimbaud tiene 16 años y “A partir de ahora escribirá silencios, noches, anotará lo inexplicable. Precisará vértigos”; posteriormente, un época más difusa que comienza alrededor de 1962 donde “Robert Zimmerman aka Bob Dylan indaga, interroga, interpreta por primera vez en público” y; finalmente, la época actual donde Barcelona parece ser «la ciudad [que] caerá». ¿Por qué esta especie de «ubicuidad» histórica y qué relación tiene esto con los heterónimos que aparecen en el libro?


AB: Estas líneas que en concreto mencionas pertenecen al texto en prosa del cuarto canto, un poema largo dividido en cuatro partes y titulado “Tannhäuser Blues”. Originalmente era un proyecto de poemario independiente, pero acabó publicándose en 2020, en este formato más breve, en la revista Orsini Mag. Posteriormente, quedó integrado en Anti-folk. Es una pieza donde quería explorar los nexos entre “El barco ebrio” de Rimbaud y el monólogo final de Rutger Hauer-Roy Batty en la película Blade Runner (una relación sobre la que leí por primera vez, si no me equivoco, en el libro de ensayos Rimbaud, el otro, editado por Miguel Casado). La dirección del texto cambió en octubre de 2019 con las protestas que se produjeron en Barcelona tras la sentencia judicial del llamado Procés catalán, que se alargaron hasta finales de noviembre —noviembre de 2019, precisamente, es la fecha en la que está ambientada Blade Runner.
Si bien, este es probablemente el texto más autónomo del libro, dialoga con el resto de poemas de dos maneras: en primer lugar, con ese final más o menos actual, como le has llamado, donde los disturbios post-sentencia se superponen a los disturbios por el desalojo del centro social okupado Can Vies en la primavera de 2014 (los que a su vez ocupan el primer poema del canto sexto); en segundo lugar, como también señalas, con el uso de heterónimos, ya que es el personaje literario que narra el libro (desplegando sus propios alter ego) quien firma este “Tannhäuser Blues”. 
Durante una temporada me preocupó que este juego con los heterónimos distrajera demasiado la atención de los propios poemas, así que decidí omitir las principales convenciones del manuscrito encontrado (el típico prólogo explicativo, por ejemplo, o las notas a pie de página) y dejar en su defecto algo así como pistas. En ese sentido, y no solo por los numerosos seudónimos, Anti-folk sigue el estilo de Bolaño. Aquí el poeta es tanto vidente como detective, se mueve entre el augurio y la memoria. Creo que eso refuerza, además, esa sensación de ubicuidad que mencionas, aunque más que en ubicuidad, yo pensaba en los hilos —o constelaciones, volviendo a Benjamin— que conectan en el presente los futuros perdidos con los futuros posibles.

 

RF: Quiero preguntarte sobre el título Anti-folk. Comúnmente se entiende la música folk como un género musical que surge a mediados del siglo XX en Estados Unidos y el Reino Unido, en el que se fusionan estilos como el rock, el blues y la música country. En este sentido, se considera el folk como una expresión musical que intenta recuperar el folclore tradicional para adaptarlo a los tiempos modernos en sus diversas versiones. Sin embargo, en tu libro aún cuando propones una “Lista de canciones” relacionadas con este género o describes escenas imaginarias donde están presentes sus mayores exponentes (Pete Seeger, Joan Báez, Robert Zimmerman, entre otros/as) da la impresión que el “anti-folk” consiste en contar una versión distinta sobre la historia de la música, o por extensión, mostrarnos sus originarios sentidos y denuncias para desenmascarar nuestros tiempos. ¿Cómo comprendes o lees tú esta expresión “Anti-folk” en tu propio libro?


AB: “Antifolk” es una etiqueta que se empieza a usar en Nueva York en la década de los ochenta. A pesar del nombre, más que una negación del folk en su totalidad, implica una revisión del género en la que se rechazan algunas características del mismo, especialmente en su versión estadounidense (el purismo musical, la solemnidad de las letras o la grandilocuencia política), mientras se reivindican otras: el sonido amateur, la importancia de la escena local, la crítica social a través del humor y la ironía.
Podríamos decir que el antifolk es al folk lo que el punk fue al rock & roll, un intento de regresar a una especie de ética original, donde la actitud importa más que la técnica y la canción más que el intérprete. Pero también, podemos decir que ésta no deja de ser una separación forzada: las bases del punk ya estaban presentes en lo que hacían Little Richard o Chuck Berry, de la misma manera que no ha habido nadie más antifolk que el propio Dylan, que en los sesenta llegó a ser abucheado por tocar con instrumentos eléctricos. Evidentemente, no son la misma cosa, pero en mi opinión hay más continuidad que ruptura.
Esto entronca con la idea de los futuros perdidos —recordemos que “no hay futuro” fue el eslogan del punk— y los futuros posibles de los que hablábamos antes. Mark Fisher, por ejemplo, veía en cierta música una respuesta al supuesto fracaso del futuro, a su cancelación por parte de lo que él llama el “realismo capitalista”, pero no una respuesta desde la nostalgia, sino desde el deseo, desde la negativa a renunciar a ese futuro. De algún modo, ese deseo invoca los sonidos, los sucesos del pasado como si fuesen fantasmas, los espíritus de otras épocas, sugiriendo diálogos inauditos con lo que ya no está, o con lo que todavía no está. Así, los músicos y las canciones que suenan y resuenan en los poemas de Anti-folk funcionan en un doble sentido como espectros: forman parte de los condenados al infierno y al mismo tiempo son fantasmas que nos recuerdan lo que pudo ser, lo que podría ser. “La forma de una ciudad cambia más rápido que el corazón de un mortal”, dice Baudelaire en Las flores del mal, mientras rememora el viejo París, que desaparece ante sus ojos, pero sin llegar a desaparecer del todo, porque el poeta recuerda: “Pienso en los marineros olvidados en una isla, / ¡En los cautivos, en los vencidos!… ¡Y en muchos otros todavía!”.
En el libro, “antifolk” es tanto el estilo que practica el protagonista como el título del disco de versiones que prepara, pero el término también hace referencia a la propia Barcelona. Una ciudad prácticamente fagocitada por el capitalismo de plataforma, el turismo y la especulación inmobiliaria. Una ciudad, literalmente, antipersonas, antipueblo, donde las comunidades, las redes de apoyo mutuo, los espacios de solidaridad y resistencia son el principal objetivo de esta enésima iteración de la distopía liberal.

 

 


RF: En relación a la pregunta anterior, en Anti-folk encontramos, sin duda, una reflexión sobre la música o sobre la forma en que nace y se manifiesta el folk, el blues, el rock, incluso el punk. Sin embargo, todo esto se da en el marco de un libro que cuida de sobremanera su carácter lírico: “¿No es, no debería ser eso una canción:/perder toda esperanza y aún así/ continuar nombrando algo roto, / algo sagrado?”. ¿Qué sentido tiene para ti volver a cantar en poesía sobre todo cuando en España la denominada “poesía de la experiencia”, de carácter más prosaico, que ha concentrado la atención de muchos/as poetas en las últimas décadas? 


AB: Creo, siguiendo a Hölderlin, que habitamos poéticamente la tierra, que la poesía es un recordatorio de lo que la vida debería ser. En mi opinión, la música funciona de la misma manera, pero incorpora además un impulso colectivo que la literatura en general ha perdido. Durante el último siglo ha habido momentos en los que la música popular ha sido capaz de recoger, mejor que la poesía, el testimonio del proyecto romántico: el arte como espacio radical de libertad. Como lector y autor, entonces, la poesía que me interesa es aquella que busca –aunque no lo encuentre– ese impulso colectivo y ese espacio de libertad, donde el poema solo rinde cuentas al lenguaje, porque aquí lo político —por decirlo de alguna manera— no recae únicamente en lo que decimos, sino también en cómo lo decimos. En mi caso particular, yo escribo poesía, fundamentalmente, porque no sé cantar.
“Poesía de la experiencia” es actualmente una etiqueta difusa que engloba propuestas diversas, pero las características centrales del movimiento (entre ellas, la sentimentalidad impostada, el lenguaje plano dirigido a una ciudadanía supuestamente incapaz de acceder o crear obras complejas, la eliminación de toda referencia cultural, como si la cultura no fuese en sí misma una experiencia potentísima), denotan claramente una reacción contra esta idea romántica del arte —y de las corrientes herederas del romanticismo: el simbolismo o las vanguardias. La poesía de la experiencia parece satisfecha en su presente. Puede que, en ocasiones y desde la nostalgia, mire al pasado, pero no lo reclama. Da la impresión de que se ha tragado el mantra neoconservador del fin de la historia. En definitiva, el Estado español, la poesía de la experiencia ha representado a la perfección eso que Fredric Jameson definió como la lógica cultural del capitalismo, resolviendo el conflicto entre artista y mercancía, a favor de la mercancía. Hoy en día, en el llamado boom de la nueva poesía, o de la poesía 2.0, encontramos la propuesta estética de la poesía de la experiencia en su máxima expresión, su evolución natural: una poesía sin poetas.


RF: En uno de los pasajes narrativos de tu libro encontramos lo siguiente: “Somos flâneurs de periferia, músicos de folk de extrarradio, robinsones que aprendieron el lenguaje de Viernes. Somos mercancía titilando en el tráfico transparente del tardocapitalismo, autopistas abrasados por el sol”. Me inclino a pensar que se trata de una especie de declaración de principios de tu poesía, a la vez que una reflexión sobre la ciudad en el mundo contemporáneo, ¿crees que es así?


AB: Estas líneas, más que una declaración de intenciones o una reflexión, plantean una duda sobre los límites del arte, sobre su capacidad para reencantar el mundo y también sobre las relaciones de poder —volviendo al inicio de la entrevista— entre quien habla y lo nombrado. La poesía permite articular, de manera a menudo inesperada e inaudita, esas dudas: las contradicciones, las tensiones, los conflictos y, aunque no es labor de la poesía resolver dichas dudas o dar respuesta a pregunta alguna, “el pensamiento poético es ya una forma de pensamiento utópico” como dice la poeta Rosa Berbel. Para la poesía, en cada duda hay implícita una esperanza, porque, ya lo sabemos, donde crece el peligro crece también lo que nos salva.

 

 Adrián Bernal (Alicante, 1983). Ha publicado los poemarios Veintinueve días de abril y marzo (DisparaLaPalabra, 2012), Todas las ciudades del fuego (Difácil, 2015) y Estaciones de invierno (Libros EnSu Tinta, 2016). Sus textos también han aparecido en la antología Brossa de foc. Poesía crítica en la Barcelona del diseño (Descontrol, 2019) y en medios y revistas como Poscultura, Orsini Mag, PalabraVoyeur, La Galla Ciencia, El Salto, Nayagua o El coloquio de los perros

 

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